Historia de unas Alforjas

(Basada en un hecho real)

Abrí la reja de la tienda, cuadré el acceso portátil para minusválidos y me dispuse a encender los ordenadores. Entré en Internet en busca de unas alforjas para mi nueva moto. Quería algo original pero que no se me saliera del presupuesto. Estuve bicheando en la red un rato cuando de repente entró un colega, el típico gracioso y alegre que habla por los codos. Le comenté lo de las alforjas, él también es motero, y empezamos una acalorada conversación, de esas escandalosas, medio en broma, medio en serio que me hizo distraerme de la entrada de un cliente.
Me compraba desde hacía un par de años, un hombre serio, correcto y distante. Nunca lo había visto sonreír, y jamás había cruzado conmigo una conversación que no tuviera que ver con el negocio. Unos cincuenta años, pelo blanco y escaso. Facciones bastante duras, acentuadas por su delgadez. Voz grave e inquisitiva, de los que esperan que entiendas de todo y no tengas que hacerle ninguna pregunta. Algo cortante a veces, y de muy pocas palabras.
Supongo que le había dado tiempo a escuchar buena parte de nuestra charla, cuando nos preguntó si teníamos moto. Su gesto se volvió distante, “ tened cuidado con las motos”.
En aquel momento, mi amigo se despidió, creo que estaba harto de oír historias sobre las imprudencias sobre dos ruedas, así que para evitar sermones, huyó de la escena.
“Mi hijo se compró una moto de carretera hace un par de años” continuó aquel hombre, obviando que estábamos solos, creo que ni siquiera me hablaba a mí. “Me animó y me compré yo también otra, aunque estilo custom y de menor cilindrada, una dos y medio, se trataba de disfrutar. Fue fantástico, planeábamos rutas casi todos los domingos. Vivimos grandes momentos padre-hijo que ya creía no volvería a tener con él. Ahora va a hacer un año que se mató, de camino a la concentración de Jerez”.
De repente se me arrugó el alma. Creo que hasta aquel momento lo había escuchado sólo por educación, pensaba que estaba de nuevo ante una historia más de alguien q se compra una moto y la termina abandonando. Antes de que pudiera pronunciar siquiera un “lo siento”, prosiguió su guión. Con la mirada algo caída, traspasando el mostrador y mi corazón con cada una de sus palabras.
“Mi moto la malvendí, regalé casi todos los complementos que tenía a otros moteros. Pero, me quedé con las alforjas, me las había regalado un par de semanas antes de su muerte. No valen mucho, aunque igual te vienen bien. Debo tenerlas guardadas en algún sitio, si las encuentro, te las traigo a ver qué te parecen, igual te interesa comprarlas”. No hubo más, le di las gracias y se fue sin ni siquiera comprar.
El camino a la playa se le hizo más corto de lo acostumbrado. Llegó a pensar que nunca podría deshacerse de aquellas alforjas, incluso deseó mientras conducía por la autovía no encontrarlas, que hubieran desaparecido. Rememoró ese día del padre en el que su hijo apareció con aquella caja enorme envuelta en papel de regalo. No compartía su estética, pero sí la afición a recorrer las carreteras, sentir el aroma de los pinos, los eucaliptos, las fábricas. Pasar frío algunas
veces, mojarse otras y el dolor en el trasero por una ruta de esas que parece nunca tenga fin. Esas experiencias compartidas saben a bizcocho recién hecho y a libertad. Esas sensaciones que nunca más recuperaría y que su razón de forma incansable le señalaba que no se encontraban en el interior de aquellas alforjas. Era curioso que nunca llegara a abrirlas, las montó y las usó en dos ocasiones. Se hicieron algunas fotos junto a ellas, pero su destino no sería el acompañarlos por mucho tiempo como en aquel momento habrían jurado que ocurriría.
Ya era hora de que esas piezas de cuero volvieran a acumular felicidad en vez de polvo, y a su lado eso ya sería irrealizable. Buscó en un armario de la cocina una gran bolsa y las metió, no quería despedirse de ellas, apenas las miró. Cerró la puerta de la casa y sólo volvió la vista para mirar el mar, en calma, de un color celeste intenso, infinito y sonriente.
Pasaron casi dos semanas, y yo seguía buscando alforjas, pensaba que igual se había arrepentido y que no me las traería. Esa tarde estaba bastante desanimado, tristón. Tenía uno de esos días en que se le encuentran sentido a pocas cosas y cuesta mucho más alentarse que tirar hacia delante. No tenía mis mejores pensamientos conmigo de camino al trabajo.
Metí la moto en el garaje y subí la rampa hacia la calle con un peso en las piernas que me recordaba donde andaban mis ánimos.
Una vez en el local, me dispuse a abrir mi correo electrónico cuando apareció de nuevo, esta vez acompañado de las alforjas. Saludó y las puso encima del mostrador. Unas alforjas de cuero negras, bastante bonitas, con adornos metálicos y tres hebillas. “Las tuve puestas un par de días, ni siquiera sé cómo son por dentro” “¿En cuánto me las vendes? “Te las cambio por un café, aunque otro día, hoy llevo prisa”, y así, sin más, se marchó dejándome creo la cara de pasmado más grande que con seguridad he tenido en mi vida. Nunca habría esperado algo así de esa persona, cliente de tiempo, pero con el que jamás he tenido la más mínima de las confianzas. Claro, que igual su lejanía se debía a lo remoto de sus pensamientos.
Estuve al menos diez minutos sin salir de mi asombro, observando y tocando aquellas alforjas.
Un par de horas más tarde volvió a por unas cosas que necesitaba. Entonces casi tuve que obligarlo para que me acompañase a ese café, en el que me volvió a insistir que tuviese cuidado en la carretera, y sobre todo con los coches.
“Gracias” le dije antes de despedirnos, “No, te las doy yo, no sabes el peso que me acabas de quitar de encima. Las tenía en casa, y cada vez que las veía me entraban ganas de llorar. Me las llevé a la casa de la playa para no verlas” “¿Y por qué has tardado tanto en desprenderte de ellas?” “Las tenía para recordar lo que más me unió a mi hijo, y lo que me hizo perderlo”.
Coloqué las alforjas en mi montura y volví a casa, con mi esposa y mis hijos, aunque mucho más mayor y más agradecido.

CARMEN CONCEGLIERI